viernes, 20 de julio de 2012

El presidente cachondo



Por Alejandro C. Manjarrez

En una de sus giras por la capital de la República, Adolfo López Mateos inauguró el nuevo acceso al Pedregal de San Ángel donde, a partir de la roca volcánica, los arquitectos de vanguardia sacaron provecho a la herencia pétrea del Planeta.

Por ahí se encontraba una hermosa mujer cuyos destellos parecían opacar la luz que iluminaba la transparente mañana.

María Eugenia se llamaba ella. E iba con su madre.

Ambas se habían empeñado en “dar en mano al señor presidente” la carta donde pedían su intervención para que el gobierno construyera en la zona un nuevo concepto de jardín de niños.

“¡Don Adolfo… señor presidente!”, gritó la mamá de María Eugenia blandiendo el sobre blanco con la misiva.

La vista, el oído, el olfato y su caballerosidad obligaron a López Mateos a ver a la señora que lo llamaba: la miró fugazmente porque sus ojos ya habían descubierto la figura de la bella señorita que la acompañaba. Repuesto del golpe al corazón que de momento le hizo olvidarse de los disidentes sindicales “enemigos de la patria”, amable como solía serlo, Adolfo se acercó a doña Eugenia:

—¿Para qué soy bueno, señora?”, le preguntó con su peculiar galanura.

—Ay, señor presidente... gracias y perdone nuestra impertinencia —dijo la sorprendida mujer…

—¿Nuestra? —dudó don Adolfo.

—Sí. De mi hija y su servidora —respondió ella señalando con los ojos al orgullo de la familia. Queremos que nos ayude. No hay kínderes por acá…

—Jardines de niños, mamá… —corrigió la hija con su voz tenue y profunda.

El presidente hizo como si no hubiese visto ni oído a quien ya lo había cautivado. Prácticamente le arrebató la carta a la doña y la previno simulando indiferencia hacia su hija:

—Me pondré en contacto con usted, señora.

El presidente se dio la media vuelta sin atender el adiós de las mujeres, una muy bella y joven, la otra madura y todavía guapa.

Al día siguiente llegó a casa de los Gutiérrez un miembro del Estado Mayor Presidencial:

“Doña Eugenia —dijo el capitán Limón a la sorprendida dama—, el señor presidente le pide que mañana jueves vayan usted y su hija a Los Pinos. A las diez de la mañana vendrá un automóvil a recogerlas. ¿Está de acuerdo?”



Como lo prometió el militar, a la hora pactada llegó el automóvil que debía conducir a las Gutiérrez a Los Pinos, directo a la oficina del presidente de México, entonces el caballero que sin dudarlo cambiaba de investidura: la presidencial por la de Casanova.



—¡Lupe, toma nota, por favor; la madre de esta preciosa criatura te va a dictar! —espetó el presidente a su secretaria.

Doña Eugenia dictó los ingredientes y pormenores de la receta del espagueti a los cuatro quesos, el platillo que a partir de esa fecha dio sabor a la vida republicana.

—Pero mejor háganlo ustedes en su casa —sugirió don Adolfo—: E invitan al presidente para que disfrute esa pasta que ya estoy saboreando.”



Seis meses después de aquel encuentro culinario que dio un giro violento a la vida de la familia López-Sámano, Josefina Rodríguez, operadora de larga distancia internacional de Teléfonos de México, platicó a sus amigos el “delito” que acababa de cometer: ¡había escuchado la conversación del jefe de las instituciones mexicanas con su novia María Eugenia! (Entonces no estaba digitalizada la comunicación telefónica).

—Casi llora de amor —comentó Josefina mostrando un dejo de remordimiento—. Con voz emocionada el presidente le confesó que la extrañaba, que no veía la hora de regresar de Europa.

Las confidencias de Josefina se repitieron hasta que un día el que esto escribe las escuchó:

—¿Y cuál fue la reacción de ella? —pregunté con el morbo de la juventud.

—La misma que su novio —ironizó mi informante: le dijo que pasaba las noches en vela pensando en él. Te juro que los oí sollozar…”



Para entonces, junto a la casa de Eugenia mamá, ya funcionaba el jardín de niños mejor habilitado del país, el más elegante, el que pudo haber servido de ejemplo a los educadores del mundo, o cuando menos de América Latina.



La película

Otra vez la buena suerte del periodista me puso frente a esta historia de amor: así me enteré de la exhibición familiar de la película de la boda eclesiástica, escenas que sorprendieron a todos. “Esto parece política ficción” —dije entusiasmado a uno de los testigos.

Lo curioso es que esas dudas y mi asombro fueron disipándose conforme el licenciado Gutiérrez —que para esos días ya era director de Caminos y Puentes Federales de Ingreso y Servicios Conexos— platicó la historia. Sin complejos ni remordimientos, alegre y satisfecho pues, comentaba sus gratos momentos sincronizándolos con las imágenes del celuloide:

“Mi hija se casó con el presidente López Mateos…

“Lo que están viendo es la boda religiosa de mi hija…

“Éste es el único de los matrimonios que vale…”

En efecto, Adolfo López Mateos se había casado por la Iglesia con la hija del licenciado Gutiérrez. Claro que esa boda fue otra de sus muchas aventuras románticas, quizá la última, la que hizo las veces de colofón a la pasión que mostró por las mujeres, en especial las jóvenes y bellas…



Pasó el tiempo y el presidente de México empezó a sufrir las jaquecas que le provocó el aneurisma cerebral, enfermedad que finalmente lo llevó a la tumba. Dicen que su único consuelo fue María Eugenia e hijos: estar junto a ella y a ellos pudo haber endulzado el final de su azarosa, romántica y complicada vida.

Durante los últimos meses de aquel régimen, el destino de México quedó en manos de Humberto Romero Pérez, su secretario privado.

“El señor está indispuesto. Así que te pido su comprensión. Por favor no lo molestes. Tengo instrucciones de…”, decía Humberto a los secretarios de Estado y gobernadores. Y en efecto, los dolores de cabeza impidieron a López Mateos gobernar. El intenso dolor permanente le obligó a ceder el manejo del poder presidencial a Romero Pérez.

Sin embargo, a pesar de su terrible enfermedad, don Adolfo logró disfrutar sus últimos días en este mundo al lado de sus hijos, compartiendo sus momentos felices con los niños que empezaban a vivir.

En el viaje final, don Adolfo se llevó el carisma y la energía que atrajo a María Eugenia y a muchas otras mujeres. En su lugar sólo dejó el recuerdo del poder que hace a los hombres seductores, arbitrarios a veces, casi siempre dioses efímeros, de vez en cuando padres injustos, ocasionalmente amantes intensos, y con frecuencia esposos infieles.

La película de siempre pero masterizada.

El performance de la vida romántica de los hombres que cumplen sus sueños de poder.

El toque personal al espagueti recalentado de cada seis años, tal y como ocurrió con otro López, el Portillo…

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